Hola queridos amigos, bienvenidos a una nueva reflexión de Cápsulas de Sabiduría. En este encuentro les voy a contar cuál es mi verdad respecto a la fe.
Recuerdo muy bien cuando participaba en un grupo de metafísica que los instructores y gran parte de mis compañeros, por no decir todos, decían que lo más importante para ver resultados en el ámbito espiritual, y consecuentemente en nuestra vida cotidiana, era tener fe. Todo pasaba por la fe, si no tenías los resultados que vos deseabas era porque tu fe no era lo suficientemente fuerte.
En ese momento recordé que años atrás cuando participaba de un negocio de marketing, una de las personas con quien trabajaba me había recomendado ver la película El Secreto. Y ahí me di cuenta que el discurso que bajaba desde el grupo de metafísica era el mismo que sostenía dicha película. Esa película a modo de documental básicamente sostiene que todo lo que deseamos en la vida se materializará siempre y cuando el deseo que tengamos sea lo suficientemente fuerte y sostenido en el tiempo. Y por supuesto, si no ves los resultados que deseas es porque tu deseo no es lo suficientemente fuerte o no lo sostuviste en el tiempo.
Recuerdo que lo que más me hacía ruido de esa película era que prácticamente proponía que con sostener el deseo en el tiempo ya bastaba. Con el deseo era suficiente para que se materialice de alguna forma lo que estabas pensando. Y así recuerdo el ejemplo que daban en la película de una persona que deseó una taza de café y al sostener dicho deseo, en pocos minutos una persona que estaba con él se la ofreció.
Pues bien, este mecanismo del deseo y la materialización, tan de moda en estos días, en el fondo es el mismo mecanismo de la fe. Todo se basa en tener fe y sostenerla, y de algún modo verás los resultados que deseas.
Así que bien, en ese momento, lleno de optimismo, tomé mi mejor nave y me embarqué en esa corriente de deseo y fe. Y si bien algunos resultados aparecieron en mi vida había algo que seguía haciéndome ruido con todo eso.
Con el tiempo me di cuenta que esos deseos que tenía no eran deseos desde lo más profundo de mi Ser, sino que la mayoría eran deseos de mi personalidad (por eso la mayoría eran deseos de carácter material). Y en ese momento me di cuenta que ahí radicaba todo el problema, ya que la personalidad no es más que una careta, una máscara que nos ponemos todos para actuar día a día sumergidos en los arquetipos y paradigmas de la época.
Por lo tanto cuando deseamos desde la personalidad, silenciosamente estamos deseando desde todo ese marco, desde ese conglomerado de mandatos y designios que rigen nuestra vida. Y por lo tanto, la mayoría de las veces no son deseos propios, sino que terminamos encarnando los deseos del otro. Son deseos del afuera, son deseos impuestos por la sociedad. Cuando deseamos tener la familia ideal, con nuestra pareja, nuestros hijos, la casa y el perro, estamos siendo deseados por el otro, por la sociedad.
Por supuesto que considero que el deseo es un motor fundamental para concretar algo, y que ese deseo se debe transitar y se debe acompañar con empeño y entusiasmo, pero considero que eso tiene verdadero valor sólo cuando es un deseo de nosotros mismos, cuando se trata de un deseo propio.
Y es bajo este análisis cuando la fe empieza a perder sentido. La fe es la confianza que tenemos en algo o en alguien sin tener pruebas de ello. Entonces si no tenemos pruebas de ello, más que confianza, lo que verdaderamente tenemos es un deseo hacia ese algo o ese alguien. Por ejemplo, si digo que tengo fe en que la situación social va a mejorar, en realidad, lo que verdaderamente sostengo es que mi deseo es que mejore la situación social.
Y ahora bien, si la fe es un mecanismo similar al deseo, entonces cuando tenemos fe en algo o en alguien, al igual que con el deseo, estamos teniendo fe hacia algo externo a nosotros, hacia el afuera, es decir, yendo a fondo, estamos creyendo en algo que viene impuesto desde el otro. ¿Y por qué esto es así? Como dijimos, la fe es la confianza que tenemos en algo o en alguien sin tener pruebas de ello, y volvemos a remarcar, sin tener pruebas de ello. ¿Y qué pasa cuando tenemos pruebas? Cuando tenemos pruebas de algo, la fe desaparece, y lo que emerge es la certeza. Y ahí es donde tenemos que apuntar, a la certeza, no a la fe.
No se trata de tener fe, sino de tener certeza. Porque cuando tenemos la certeza de algo, ese algo pasa a ser una verdad para nosotros. Mientras que lo que se sostiene con la fe nunca podrá ser nuestra verdad ya que no tenemos la certeza de ello.
Si nos sostenemos en la fe, no estamos sostenidos en la verdad, estamos sostenidos en algo que puede ser como también puede no ser. Por eso para los griegos, como se ve en el mito de Pandora, la esperanza (que podría ser tomada aquí como la fe), era considerada un mal. La caja que tenía Pandora con todos los males del mundo, incluía a la esperanza.
Es que detrás de la esperanza y de la fe, no hay una verdad porque no hay certeza. Porque en realidad no se trata de creer (como sostiene el paradigma de la religión que vimos en encuentros anteriores) si no que se trata de tener certeza. Y sólo tenemos la certeza de algo cuando vamos desde el Sí mismo, desde nuestro Espíritu. Sólo así veremos los resultados que deseamos.
Es por eso, que cuando algo no genera el resultado esperado, es indicio de que esa no es nuestra línea, ese camino por el que estamos transitando no es propio. Esto quiere decir que para lograr el resultado esperado, el resultado deseado, debemos ir desde lo propio, desde nuestro propio camino. Desde la certeza del Sí mismo. Allí radica justamente la sabiduría de la frase que dice que el verdadero resultado en cualquier circunstancia es el Sí mismo.
Bueno, hasta aquí llegamos por hoy. Qué las palabras que sean verdad para ti, resuenen dentro tuyo, y así, las sostengas desde la certeza del Sí mismo.
Gracias por escuchar y hasta la próxima.